Divemaster en Busuanga

En nuestra búsqueda de playas maravillosas y lugares preciosos a veces pensamos en las 4 palabras que nos instó a recordar un instructor de buceo en Port Barton: paradise does not exist. Bueno, yo sí creo que el paraíso existe pero vale bastante dinero entrar, y sobretodo quedarte una buena temporada.

En Busuanga los días pasan de manera plácida. El mar es calmado como un inmenso lago salpicado de islas e islotes, y las colinas de múltiples tonalidades de verdes, los caballos y los bueyes pastando te hacen pensar que estás entre montañas de Suiza o Irlanda. Ni siquiera en los ocasionales días de lluvia y viento necesitas nada más que una camiseta, un bañador y unas chanclas. Solo el ruido de los gueckos y los animales nocturnos rompen el silencio de las noches, pues hasta el mar parece mudo si no es por las pequeñas olas creadas por alguna barca en la bahía.

«Un alemán, un australiano y un filipino» podría ser el principio de un buen chiste, pero son nuestros vecinos residentes en esta zona de la bahía de D’pearl a la que llamamos entre nosotros «la isla», no porque sea una isla separada de Busuanga, sino porque solo se puede salir de aquí con una barca o un kayak. Entre todos formamos una pequeña comunidad donde compartimos cocina y baño, entendiendo por cocina una especie de barra de bar al aire libre y por baño un cuartucho con un váter que la mitad de los días no funciona. Nuestra cabaña, aunque básica, nos ofrece un cobijo donde pasar las noches al más puro estilo filipino. Bueno, a quien pretendo engañar… nuestra cabaña es más básica que el salpicadero de un seat panda, pero es gratis. Construida con madera y cañas entre el manglar, cuando hay marea alta podemos ver el agua del mar a través de las rendijas del suelo. Una cama con tablas, una estantería y una hamaca en el porche completan el escueto mobiliario, en un estilo que podríamos denominar austero-vintage, si ampliamos el término vintage a «mierdas que están a punto de caerse a cachos por las putas termitas».

Fue muy difícil decidirse por el sitio donde hacer nuestro divemaster. En nuestro «excel de decisiones» Corón y los pecios de Busuanga salía siempre en primeras posiciones, pero siempre acabábamos haciéndonos trampas y bajándole la puntuación, porque no nos apetecía pasar una larga temporada en el pueblo de Corón. Entre las opciones que estuvimos a puntito de escoger en algún momento de nuestro viaje se encontraban Moalboal, Panglao, Malapascua y Sipadán.  La decisión final se tomó en cuestión de horas al respondernos un correo un centro de Busuanga que no estaba en Corón, sino en una bahía muy cercana a los barcos hundidos. Que fuera un centro TDI, con oferta de buceo técnico, con inmersiones ilimitadas, alojamiento gratis y más barato que otras ofertas nos acabó por decidir. El dueño del centro es una especie de leyenda en Filipinas; presidente de TDI Filipinas, fue el primero en descubrir y bucear en los pecios allá por los años 80.

Durante nuestros días por aquí nuestro tiempo se reparte entre nuestra formación, bucear, comer y tomar cervezas y ron filipino en el resort cercano mientras vemos la puesta de sol desde la piscina. Sonia ha pasado de la fobia a los insectos a convivir con lagartos y arañas de un palmo en poco más de dos semanas. De no atreverse a hablar en inglés a hacer briefings a los clientes antes de cada inmersión. A eso se le llama ampliar tu zona de confort…

Los primeros días han sido los más intensos: sesiones de piscina, prácticas de habilidades, escenarios de rescate, aprender a dar buenos briefings y aprender a guiar por los pecios.  Nuestro instructor, un joven alemán, no nos lo ha puesto fácil y eso siempre motiva, y cada día ha supuesto un pequeño reto.

En contra de la imagen popular de isla tropical donde las frutas más variadas crecen por todos lados, por aquí casi todo lo que se come se importa desde Manila, por lo que ni hay variedad ni es barata. En el pueblo cercano de Concepción los días buenos, y si hay suerte, encuentras huevos, pan de molde y algún mango. Casi todo lo demás son productos envasados y grandes surtidos de galletitas, chocolatinas, patatas fritas y porquerías varias. Para algo más de surtido hay que desplazarse hasta Corón, a una hora de distancia en moto. El trayecto por carretera cargados con bolsas de la compra es sin duda una auténtica experiencia filipina. Al no haber señales en toda la carretera he adquirido un método personal para saber cuánto tiempo de viaje queda. Cuando te empieza a doler el culo es que estás a medio camino, y cuando ya no aguantas tus posaderas es que estás llegando.

Las mañanas empiezan temprano, sobre las 6, cuando el griterío de los gallos es incesante. Si esa noche los perros, mosquitos y guekos nos han dejado dormir nos levantamos descansados y de buen humor. Con suerte el baño no estará embozado, tendremos luz y agua, y gas para hacernos el desayuno. Una barca nos lleva al centro de buceo donde preparamos todo lo necesario para ese día y recibimos a los clientes. Y es cuando nos enfundamos nuestro neopreno y saltamos al agua que todo cobra sentido y  se nos olvidan todas las pequeñas incomodidades del día. Cada barco es un mundo y en cada inmersión descubrimos algo nuevo. Una bodega que guarda un tractor y un bulldozer en su interior, una sala de máquinas, un zapato perdido en una habitación, o un pasillo estrecho por donde no habíamos pasado antes. Y siempre acabamos en la parte superior del barco donde decenas de corales y vida marina han fijado su residencia. No nos mal interpretéis, no decimos que Corón tenga mejor buceo que Sipadán, Panglao o Moalboal, pero para nosotros es sin duda único, y tiene las dosis justas de adrenalina y dificultad que queríamos para formarnos.

Una visibilidad de 6 o 7 metros es suficiente para disfrutar aquí de un buen día de buceo. A la vez te obliga a planificar bien la inmersión y el punto de ascenso, si no quieres acabar a tomar por culo de tu barco debido a la fuerte corriente, como nos pasó una vez, en la que si no nos llega a recoger otra barca todavía estaríamos nadando contracorriente.

La dificultad de los puntos y las penetraciones en los barcos te obligan a ser muy observador con los clientes, y a evaluar su experiencia lo más ajustado a la realidad posible. Por muy avanzados que sean o por muchas tarjetitas que tengan, hasta que no les ves con su equipo y dentro del agua no sabes como reaccionarán dentro, si se sentirán confiados a entrar o si la liarán parda con las aletas levantando una nube de sedimento o cargándose el coral.

Los trayectos en la banka de buceo nos permiten entablar conversaciones con gente de todo el mundo. Como en una suscripción de lectores por correspondencia, cada cliente que llega es como un libro que nos muestra un par de páginas de sus vidas en su corta estancia en esta isla. Y luego por las tardes, compartimos con ellos cervezas, cenas e historias en el resort de Al faro, frente a esas espectaculares puestas de sol. Alemanes, rusos, americanos, ingleses, australianos y demás, nos explican sus profesiones, vidas, experiencias y viajes por todo el mundo, con la confianza que dan unas copas de más y el saber que seguramente jamás nos volveremos a ver.

Busuanga nos ha abierto sus brazos desde el primer momento y los residentes de esta bahía nos han acogido con la familiaridad del que te conoce de toda la vida. Una fiesta de cumpleaños con un exquisito lechón, un día de excursión en el catamarán de unos nuevos amigos españoles que viven en su barco, una tarde tomando cervezas y queso con el dueño de un restaurante, y otras tantas ocasiones, nos han hecho sentir como verdaderos vecinos de esta pequeña pero variada y multicultural zona del mundo.

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